Bienvenidos al blog fosilizado de Vespaña.
En la columna derecha podéis encontrar el archivo (organizado por meses), con los textos y las fotos que fui publicando durante la vuelta a España en vespa.
Mientras tanto, sigo dando proyecciones de Vespaña. Si alguien tiene interés en organizar alguna, puede escribirme -anderiza(a)yahoo.es- o visitar la página anderiza.com.
También escribo algunas cositas sobre viajes, escapadas y barzoneos en el blog A topa tolondro.
15 diciembre 2006
29 octubre 2006
Charlas y proyecciones
24 de abril: DONOSTIA (Intxaurrondo)
Hora: 20.00
Proyección `Vespaña´
9 de mayo: LOGROÑO
Hora: 20.30
Proyección `Vespaña'
Lugar: Centro de Recursos Juveniles La Gota de Leche.
Calle Once de Junio, 2
17 de mayo: DONOSTIA (Ibaeta)
Hora: 12.30.
Proyección `Vespaña´
Aula de Cultura de El Diario Vasco
Auditorio Ignacio Mª Barriola
Campus de Ibaeta (UPV/EHU)
1 de junio: ARETXABALETA
Hora: 20.00
Mundumira Jaialdia
Proyección `Vespaña´
Los interesados en organizar una charla o una proyección sobre Vespaña pueden escribirme a: anderiza(a)yahoo.es
Hora: 20.00
Proyección `Vespaña´
9 de mayo: LOGROÑO
Hora: 20.30
Proyección `Vespaña'
Lugar: Centro de Recursos Juveniles La Gota de Leche.
Calle Once de Junio, 2
17 de mayo: DONOSTIA (Ibaeta)
Hora: 12.30.
Proyección `Vespaña´
Aula de Cultura de El Diario Vasco
Auditorio Ignacio Mª Barriola
Campus de Ibaeta (UPV/EHU)
1 de junio: ARETXABALETA
Hora: 20.00
Mundumira Jaialdia
Proyección `Vespaña´
Los interesados en organizar una charla o una proyección sobre Vespaña pueden escribirme a: anderiza(a)yahoo.es
01 agosto 2006
29 julio 2006
Última etapa
Ya os conté por qué los caravaneros persas hacían una primera etapa muy corta.
Pues bien, si la primera etapa suele ser la más corta, la última suele ser la más larga. Me ha pasado más de una vez. Y tiene su lógica: el vespista, fatigado al final de un viaje de dos meses, recorre los 200-250 kilómetros de una jornada normal y se da cuenta de que sólo le quedan 100 más para llegar a casa. Entonces decide hacer ese esfuerzo extra, porque ya sueña con la ducha, la cama, los yogures griegos del frigorífico.
Así fue la última etapa de Vespaña. Fuentes de Ebro-Belchite-San Sebastián: 370 kilómetros. La más larga de todo el viaje.
En la llegada a Donosti, en la rampa de Ondarreta, no hubo banda de música pero sí un nutrido comité de bienvenida (no es que fueran muchos, es que luego merendamos tortilla de patatas, así que eso: nutrido comité). De pie: mis padres Iñaki y Arantza, yo mismo, la gran Marisa, Gari A. (más tarde llegó su Oihane) y Xabi. En cuclillas: Gari I. (más tarde llegó su Laura), Josema, Francis y Ione. Fotógrafa: mi hermana Eli. En el centro, oculta en su timidez: la vespa.
Así de bien acabó Vespaña. Y aunque dentro de un tiempo quizá retome la vespa para hacer otra escapada por La Rioja y Soria (y ya puestos, a Nairobi o Samarcanda), con esto echo el cierre al viaje y al blog.
Ahora me toca ponerme a escribir (a completar las historietas que se han asomado al blog y a escribir muchas otras que esperan en los cuadernos, a ver si van saliendo reportajes y croniquillas publicables, a ver si va cuajando un librote). Y también me toca filtrar una tonelada de fotos para preparar proyecciones (públicas, de asistencia voluntaria, en casas de cultura y sitios así: porque es fácil perder amigos con una proyección entusiasta de fotos en el salón de casa. La resistencia humana ronda las 160 diapositivas. A partir de ahí va creciendo el rencor).
Cada vez que bajo a la calle veo la vespa. A veces la uso para ir a algún sitio cercano (hoy a Pasai Donibane: había sardinada popular). En esas ocasiones, cuando salgo con la vespa a la carretera, me dan muchas ganas de saltarme el cruce que corresponde y seguir y seguir y seguir. En gran parte, la culpa es vuestra. Muchas gracias.
Pues bien, si la primera etapa suele ser la más corta, la última suele ser la más larga. Me ha pasado más de una vez. Y tiene su lógica: el vespista, fatigado al final de un viaje de dos meses, recorre los 200-250 kilómetros de una jornada normal y se da cuenta de que sólo le quedan 100 más para llegar a casa. Entonces decide hacer ese esfuerzo extra, porque ya sueña con la ducha, la cama, los yogures griegos del frigorífico.
Así fue la última etapa de Vespaña. Fuentes de Ebro-Belchite-San Sebastián: 370 kilómetros. La más larga de todo el viaje.
En la llegada a Donosti, en la rampa de Ondarreta, no hubo banda de música pero sí un nutrido comité de bienvenida (no es que fueran muchos, es que luego merendamos tortilla de patatas, así que eso: nutrido comité). De pie: mis padres Iñaki y Arantza, yo mismo, la gran Marisa, Gari A. (más tarde llegó su Oihane) y Xabi. En cuclillas: Gari I. (más tarde llegó su Laura), Josema, Francis y Ione. Fotógrafa: mi hermana Eli. En el centro, oculta en su timidez: la vespa.
Así de bien acabó Vespaña. Y aunque dentro de un tiempo quizá retome la vespa para hacer otra escapada por La Rioja y Soria (y ya puestos, a Nairobi o Samarcanda), con esto echo el cierre al viaje y al blog.
Ahora me toca ponerme a escribir (a completar las historietas que se han asomado al blog y a escribir muchas otras que esperan en los cuadernos, a ver si van saliendo reportajes y croniquillas publicables, a ver si va cuajando un librote). Y también me toca filtrar una tonelada de fotos para preparar proyecciones (públicas, de asistencia voluntaria, en casas de cultura y sitios así: porque es fácil perder amigos con una proyección entusiasta de fotos en el salón de casa. La resistencia humana ronda las 160 diapositivas. A partir de ahí va creciendo el rencor).
Cada vez que bajo a la calle veo la vespa. A veces la uso para ir a algún sitio cercano (hoy a Pasai Donibane: había sardinada popular). En esas ocasiones, cuando salgo con la vespa a la carretera, me dan muchas ganas de saltarme el cruce que corresponde y seguir y seguir y seguir. En gran parte, la culpa es vuestra. Muchas gracias.
25 julio 2006
Belchite (4): sefiní
Pepe, acompañado por su mujer y su hijo, camina muy despacio hacia las ruinas de la iglesia de San Agustín. Es un hombre muy delgado -lleva las manos metidas por dentro del cinturón para sostener los pantalones- y su rostro es un mapa de arrugas. Ha venido desde Ávila hasta Belchite para conocer el lugar en el que una bomba mató a su mejor amigo. Tiene huesos de 86 años pero, cuando desata recuerdos, en el rostro le asoma aquel chaval de 16 años atrapado en una guerra.
-Mi amigo se llamaba Cayetano Sotillos y era portero del Deportivo Abulense, un chico muy conocido, muy apreciado. Cuando en Ávila se enteraron de que lo habían matado, fue una tragedia. Era alférez provisional, el jefe de un grupo de nacionales que se había refugiado en esta iglesia cuando los rojos la bombardearon. Tenía mi edad, 17 años. También murió otro amigo de Ávila, Cecilio González.
Pepe calla un minuto. Mira la iglesia pero no entra en ella. Luego se gira y sigue paseando por los escombros de Belchite. Su hijo se adelanta para visitar las otras iglesias, los ruinas de los monumentos, pero él prefiere descansar, de pie, a la sombra de unas higueras.
-Es que tengo 86 años.
Pepe, su mujer y su hijo han venido desde Ávila hasta Zaragoza, donde se hospedan. Hoy se han acercado a Belchite. Entre una cosa y otra, varios días, muchas horas de viaje. Pero la visita de Pepe sólo necesitaba un minuto. Ahora prefiere quedarse bajo la higuera.
Él no estuvo en la batalla de Belchite. Pero le tocó pegar muchos tiros, desde los 16 años hasta los 18.
-Os diré una cosa. Soy el único español vivo que ha hecho entera la batalla del Ebro. Yo estaba en la única unidad que luchó del primer día al último de esa batalla, del 26 de julio al 12 de noviembre. Mis compañeros de unidad ya han muerto. Bueno, casi todos murieron en esos tres meses y medio. Yo también era alférez provisional, como Cayetano, y fui el único oficial que no cayó herido.
-Claro -dice su mujer-, eras tan flaco que las balas no te acertaban.
Pepe sonríe.
-Había un compañero, Peña, que venía corriendo hacia mí. Y de pronto una ráfaga de ametralladora le reventó la cabeza.
Se queda en silencio. Le brillan los ojos. Se gira para hablarnos:
-Tenéis que respetar siempre a los demás.
(Foto: pintada en la puerta de la iglesia de San Martín. “Pueblo viejo de Belchite / ya no te rondan zagales / ya no se oirán las jotas / que cantaban nuestros padres”. Firmado por N.B.)
(Fe de herratas: en los textos anteriores llamé iglesia de San Martín a la iglesia de San Agustín. No es que haya recibido una avalancha de quejas, pero vamos, a cada santo lo suyo).
-Mi amigo se llamaba Cayetano Sotillos y era portero del Deportivo Abulense, un chico muy conocido, muy apreciado. Cuando en Ávila se enteraron de que lo habían matado, fue una tragedia. Era alférez provisional, el jefe de un grupo de nacionales que se había refugiado en esta iglesia cuando los rojos la bombardearon. Tenía mi edad, 17 años. También murió otro amigo de Ávila, Cecilio González.
Pepe calla un minuto. Mira la iglesia pero no entra en ella. Luego se gira y sigue paseando por los escombros de Belchite. Su hijo se adelanta para visitar las otras iglesias, los ruinas de los monumentos, pero él prefiere descansar, de pie, a la sombra de unas higueras.
-Es que tengo 86 años.
Pepe, su mujer y su hijo han venido desde Ávila hasta Zaragoza, donde se hospedan. Hoy se han acercado a Belchite. Entre una cosa y otra, varios días, muchas horas de viaje. Pero la visita de Pepe sólo necesitaba un minuto. Ahora prefiere quedarse bajo la higuera.
Él no estuvo en la batalla de Belchite. Pero le tocó pegar muchos tiros, desde los 16 años hasta los 18.
-Os diré una cosa. Soy el único español vivo que ha hecho entera la batalla del Ebro. Yo estaba en la única unidad que luchó del primer día al último de esa batalla, del 26 de julio al 12 de noviembre. Mis compañeros de unidad ya han muerto. Bueno, casi todos murieron en esos tres meses y medio. Yo también era alférez provisional, como Cayetano, y fui el único oficial que no cayó herido.
-Claro -dice su mujer-, eras tan flaco que las balas no te acertaban.
Pepe sonríe.
-Había un compañero, Peña, que venía corriendo hacia mí. Y de pronto una ráfaga de ametralladora le reventó la cabeza.
Se queda en silencio. Le brillan los ojos. Se gira para hablarnos:
-Tenéis que respetar siempre a los demás.
(Foto: pintada en la puerta de la iglesia de San Martín. “Pueblo viejo de Belchite / ya no te rondan zagales / ya no se oirán las jotas / que cantaban nuestros padres”. Firmado por N.B.)
(Fe de herratas: en los textos anteriores llamé iglesia de San Martín a la iglesia de San Agustín. No es que haya recibido una avalancha de quejas, pero vamos, a cada santo lo suyo).
21 julio 2006
Belchite (3): La lección de los escombros
Al pueblo viejo de Belchite se entraba por el Arco de la Villa, una hermosa puerta barroca-mudéjar de hace tres siglos. Era un portal defensivo, con hechuras de torre, y a la vez una capilla, mezcla común en muchos pueblos aragoneses. Ahora, para evitar accidentes por desprendimientos, este paso está tapiado con un muro de bloques de hormigón de metro y medio de alto. En el muro alguien escribió con tiza esta queja: “Con los bloques se construyen granjas, no se tapian monumentos. Un respeto al arte y a nuestro patrimonio”. En el interior del arco se levantan unos andamios. En el viejo Belchite hay unos cuantos apuntalamientos para que no se derrumben los edificios más valiosos -las casas siguen cayendo poco a poco- pero no existe ningún plan de conservación de las ruinas. Cualquier obra resulta carísima. Y da la impresión de que nadie sabe muy bien qué hacer con los restos de Belchite.
Un detalle muy llamativo: en ningún sitio -ni en el Belchite viejo ni en el nuevo- encontramos información sobre la batalla que arrasó el pueblo y costó la vida a seis mil personas. El folleto institucional que describe el pueblo viejo (17 párrafos) sólo hace esta mención: “Las guerras han mutilado formas y han creado un paisaje expresionista”. En un panel colocado en el pueblo nuevo, con abundante texto sobre Belchite, su historia y su entorno, sólo se encuentran estas dos frases: “La Batalla de Belchite durante la Guerra Civil, que hizo desaparecer el poblado viejo, marcó un antes y un después en el municipio”. “Una visita a Belchite no sería completa sin un paseo por el pueblo viejo, que rezuma aires de pasado por cualquiera de sus calles y por los restos de sus edificios”. El desastre se describe como un fenómeno atmosférico: llegó la guerra y el pueblo desapareció.
Preguntamos en una librería del pueblo si tenían algún libro que hablara de Belchite, alguna guía, algo que explicara la batalla. Nada. También preguntamos en el ayuntamiento: sólo los folletos que ya teníamos, en los que apenas se dice nada sobre la cuestión. Según nos contó un funcionario, alguna vez se publicó un libro pero se agotó y no se reeditó.
Parece, pues, que en Belchite la herida no ha cicatrizado. No se puede tocar porque aún duele. Quizá porque este pueblo dejó de ser sólo un escenario de la tragedia, como tantos otros en España, y tuvo que cargar con el peso asfixiante de ser un símbolo. Franco decidió preservar las ruinas para mostrar que, junto al pueblo arrasado por la barbarie roja, su régimen levantaba un pueblo nuevo. Lo construyeron mil presos políticos, que vivían recluidos en un campo de concentración, hambrientos, enfermos, helados en invierno y abrasados en verano. Muchas familias de aquellos esclavos llegaron a Belchite y se instalaron durante años en unos pabellones insalubres que los vecinos bautizaron como “Rusia”. A los presos también les hicieron levantar una cruz laureada de hierro, de cinco o seis metros de alto, en memoria de los caídos, que aún se alza entre los escombros del pueblo viejo. La cruz está formada por remaches, y dicen que cada uno de los presos tuvo que colocar uno.
Al pie de esta cruz se organizan en fechas señaladas reuniones de ultraderechistas, de franquistas nostálgicos. En los muros de los alrededores hay pintadas de anarquistas. Incluso de independentistas aragoneses. Se cruzan insultos y amenazas. Todos quieren apropiarse de Belchite, todos quieren imponer su versión de estos escombros. Gritan proclamas en un lugar en el que todos deberíamos guardar silencio: bajo estos cascotes hay decenas de miles de huesos humanos. Los vecinos excavaron refugios en el subsuelo de estas calles, conectaron las bodegas de unas casas con las de otras, para poder escapar de los derrumbes. Durante los bombardeos, se metían en los refugios. Cientos de ellos quedaron sepultados para siempre. Y en el trujal, muy cercano a la cruz laureada, enterraron a 700 muertos.
Los paneles y los folletos no explican lo que pasó. Los vecinos, al menos algunos, sí tienen ganas de hablar. Casi siempre hay alguien paseando entre las ruinas. Cuando los viejos de Belchite pasean entre los escombros, los muertos se les pasean por la memoria. Y hablan de esos muertos. Y de los bombazos. Y de los fusilamientos. Pero no quieren decir nada “de política”, no quieren ni oír hablar de bandos.
Son estos viejos quienes mejor comprenden la lección de los escombros. Llevan casi setenta años viéndolos. Setenta años reviviendo la batalla de los seis mil muertos -seis mil muertos- cada vez que miran hacia el este.
(Un apunte: en los escenarios de las masacres más recientes, como las Torres Gemelas o la estación de Atocha, se borraron todas las huellas del horror, se retiraron los carteles, las flores y las velas porque el recuerdo constante de la tragedia resultaba insoportable. En Australia demolieron un bar en el que un asesino en serie había matado a tiros a un montón de gente. Levantamos monumentos abstractos o parques para no olvidar a los muertos, pero no aguantamos los detalles demasiado concretos y evocadores. De ninguna manera aceptaríamos vivir toda la vida junto a las ruinas de un pueblo machacado. Supongo que ya no tenemos esa capacidad de nuestros abuelos de convivir con la tragedia, de asimilarla. Quizá es que a ellos no les quedaba otro remedio. Tampoco será malo no padecer tragedias a las que tener que acostumbrarse).
Esos viejos saben cuál es la lección más importante de estas ruinas.
-Cómo nos matábamos los españoles, Dios mío, con qué saña nos matábamos. Nunca hemos aprendido. Que si las guerras carlistas, que si las sublevaciones del 32, del 34, del 36. Ayer el Parlamento Europeo condenó a Franco, qué tontería. Qué cojones condenar a Franco, si se murió hace treinta años. Que era un canalla, pues claro, a ver si Julio César era un santo, o Napoleón un sabio de Grecia. Ya no es eso. Eso de los rojos y los nacionales ya se tenía que haber acabado. No hay que seguir con eso. Hay que enseñar la historia, por supuesto, y decir todo lo que pasó, bien claro: éstos fusilaron aquí a mil, y éstos aquí a mil doscientos. Que se sepa, que se cuente todo. Pero eso se tiene que decir para que vosotros los jóvenes sepáis qué tragedia fue aquello, no para decir que unos estaban bien fusilados y los otros no. La guerra es el mayor desastre, es que no os lo podéis imaginar: mirad, el general Villalba estaba en el ejército republicano y sus dos hijos en el bando nacional. Eso es la guerra: dos hijos luchando contra su padre. Eso es lo que no puede ser. A mí me tocó pegar tiros con 16 años. Eso no puede ser. No empecéis de nuevo con los rojos y los nacionales. S tenía que haber acabado hace mucho. Lo que tenéis que hacer es saber lo que pasó pero construir algo nuevo, acabar con todo eso de los rojos y los nacionales.
Esto nos contó Pepe, un abulense de 86 años, que fue a Belchite con su mujer y su hijo para visitar las ruinas de la iglesia de San Martín (las fotos de ayer). Allí murió su amigo íntimo Cayetano, portero del Deportivo Abulense y alférez de los nacionales durante el sitio de Belchite. Acompañamos a Pepe en su paseo lento y repleto de silencios. Cuando hablaba de los meses que pasó en la batalla del Ebro la mirada se le quedaba perdida y acuosa, y en el rostro le asomaba aquel chaval de 16 o 17 años atrapado en una guerra.
(Chubí continued)
Un detalle muy llamativo: en ningún sitio -ni en el Belchite viejo ni en el nuevo- encontramos información sobre la batalla que arrasó el pueblo y costó la vida a seis mil personas. El folleto institucional que describe el pueblo viejo (17 párrafos) sólo hace esta mención: “Las guerras han mutilado formas y han creado un paisaje expresionista”. En un panel colocado en el pueblo nuevo, con abundante texto sobre Belchite, su historia y su entorno, sólo se encuentran estas dos frases: “La Batalla de Belchite durante la Guerra Civil, que hizo desaparecer el poblado viejo, marcó un antes y un después en el municipio”. “Una visita a Belchite no sería completa sin un paseo por el pueblo viejo, que rezuma aires de pasado por cualquiera de sus calles y por los restos de sus edificios”. El desastre se describe como un fenómeno atmosférico: llegó la guerra y el pueblo desapareció.
Preguntamos en una librería del pueblo si tenían algún libro que hablara de Belchite, alguna guía, algo que explicara la batalla. Nada. También preguntamos en el ayuntamiento: sólo los folletos que ya teníamos, en los que apenas se dice nada sobre la cuestión. Según nos contó un funcionario, alguna vez se publicó un libro pero se agotó y no se reeditó.
Parece, pues, que en Belchite la herida no ha cicatrizado. No se puede tocar porque aún duele. Quizá porque este pueblo dejó de ser sólo un escenario de la tragedia, como tantos otros en España, y tuvo que cargar con el peso asfixiante de ser un símbolo. Franco decidió preservar las ruinas para mostrar que, junto al pueblo arrasado por la barbarie roja, su régimen levantaba un pueblo nuevo. Lo construyeron mil presos políticos, que vivían recluidos en un campo de concentración, hambrientos, enfermos, helados en invierno y abrasados en verano. Muchas familias de aquellos esclavos llegaron a Belchite y se instalaron durante años en unos pabellones insalubres que los vecinos bautizaron como “Rusia”. A los presos también les hicieron levantar una cruz laureada de hierro, de cinco o seis metros de alto, en memoria de los caídos, que aún se alza entre los escombros del pueblo viejo. La cruz está formada por remaches, y dicen que cada uno de los presos tuvo que colocar uno.
Al pie de esta cruz se organizan en fechas señaladas reuniones de ultraderechistas, de franquistas nostálgicos. En los muros de los alrededores hay pintadas de anarquistas. Incluso de independentistas aragoneses. Se cruzan insultos y amenazas. Todos quieren apropiarse de Belchite, todos quieren imponer su versión de estos escombros. Gritan proclamas en un lugar en el que todos deberíamos guardar silencio: bajo estos cascotes hay decenas de miles de huesos humanos. Los vecinos excavaron refugios en el subsuelo de estas calles, conectaron las bodegas de unas casas con las de otras, para poder escapar de los derrumbes. Durante los bombardeos, se metían en los refugios. Cientos de ellos quedaron sepultados para siempre. Y en el trujal, muy cercano a la cruz laureada, enterraron a 700 muertos.
Los paneles y los folletos no explican lo que pasó. Los vecinos, al menos algunos, sí tienen ganas de hablar. Casi siempre hay alguien paseando entre las ruinas. Cuando los viejos de Belchite pasean entre los escombros, los muertos se les pasean por la memoria. Y hablan de esos muertos. Y de los bombazos. Y de los fusilamientos. Pero no quieren decir nada “de política”, no quieren ni oír hablar de bandos.
Son estos viejos quienes mejor comprenden la lección de los escombros. Llevan casi setenta años viéndolos. Setenta años reviviendo la batalla de los seis mil muertos -seis mil muertos- cada vez que miran hacia el este.
(Un apunte: en los escenarios de las masacres más recientes, como las Torres Gemelas o la estación de Atocha, se borraron todas las huellas del horror, se retiraron los carteles, las flores y las velas porque el recuerdo constante de la tragedia resultaba insoportable. En Australia demolieron un bar en el que un asesino en serie había matado a tiros a un montón de gente. Levantamos monumentos abstractos o parques para no olvidar a los muertos, pero no aguantamos los detalles demasiado concretos y evocadores. De ninguna manera aceptaríamos vivir toda la vida junto a las ruinas de un pueblo machacado. Supongo que ya no tenemos esa capacidad de nuestros abuelos de convivir con la tragedia, de asimilarla. Quizá es que a ellos no les quedaba otro remedio. Tampoco será malo no padecer tragedias a las que tener que acostumbrarse).
Esos viejos saben cuál es la lección más importante de estas ruinas.
-Cómo nos matábamos los españoles, Dios mío, con qué saña nos matábamos. Nunca hemos aprendido. Que si las guerras carlistas, que si las sublevaciones del 32, del 34, del 36. Ayer el Parlamento Europeo condenó a Franco, qué tontería. Qué cojones condenar a Franco, si se murió hace treinta años. Que era un canalla, pues claro, a ver si Julio César era un santo, o Napoleón un sabio de Grecia. Ya no es eso. Eso de los rojos y los nacionales ya se tenía que haber acabado. No hay que seguir con eso. Hay que enseñar la historia, por supuesto, y decir todo lo que pasó, bien claro: éstos fusilaron aquí a mil, y éstos aquí a mil doscientos. Que se sepa, que se cuente todo. Pero eso se tiene que decir para que vosotros los jóvenes sepáis qué tragedia fue aquello, no para decir que unos estaban bien fusilados y los otros no. La guerra es el mayor desastre, es que no os lo podéis imaginar: mirad, el general Villalba estaba en el ejército republicano y sus dos hijos en el bando nacional. Eso es la guerra: dos hijos luchando contra su padre. Eso es lo que no puede ser. A mí me tocó pegar tiros con 16 años. Eso no puede ser. No empecéis de nuevo con los rojos y los nacionales. S tenía que haber acabado hace mucho. Lo que tenéis que hacer es saber lo que pasó pero construir algo nuevo, acabar con todo eso de los rojos y los nacionales.
Esto nos contó Pepe, un abulense de 86 años, que fue a Belchite con su mujer y su hijo para visitar las ruinas de la iglesia de San Martín (las fotos de ayer). Allí murió su amigo íntimo Cayetano, portero del Deportivo Abulense y alférez de los nacionales durante el sitio de Belchite. Acompañamos a Pepe en su paseo lento y repleto de silencios. Cuando hablaba de los meses que pasó en la batalla del Ebro la mirada se le quedaba perdida y acuosa, y en el rostro le asomaba aquel chaval de 16 o 17 años atrapado en una guerra.
(Chubí continued)
19 julio 2006
Belchite (2): algunas fotos
Aquí van tres fotos de Belchite que no pude colgar ayer. Son las ruinas del pueblo y de la iglesia de San Martín (incluida una foto del proyectil aún incrustado en la torre), donde nos encontramos con Emilio, el que llevaba el nombre por el primer muerto de Belchite, que iba a recoger higos.
En los próximos días seguiré el paseo entre los escombros con el propio Emilio y con el abulense Pepe, de 86 años, el único español vivo que hizo la batalla del Ebro completa, y que estaba en Belchite para visitar la iglesia donde una bomba mató a su mejor amigo.
En los próximos días seguiré el paseo entre los escombros con el propio Emilio y con el abulense Pepe, de 86 años, el único español vivo que hizo la batalla del Ebro completa, y que estaba en Belchite para visitar la iglesia donde una bomba mató a su mejor amigo.
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