29 julio 2006

Última etapa

Ya os conté por qué los caravaneros persas hacían una primera etapa muy corta.

Pues bien, si la primera etapa suele ser la más corta, la última suele ser la más larga. Me ha pasado más de una vez. Y tiene su lógica: el vespista, fatigado al final de un viaje de dos meses, recorre los 200-250 kilómetros de una jornada normal y se da cuenta de que sólo le quedan 100 más para llegar a casa. Entonces decide hacer ese esfuerzo extra, porque ya sueña con la ducha, la cama, los yogures griegos del frigorífico.

Así fue la última etapa de Vespaña. Fuentes de Ebro-Belchite-San Sebastián: 370 kilómetros. La más larga de todo el viaje.




En la llegada a Donosti, en la rampa de Ondarreta, no hubo banda de música pero sí un nutrido comité de bienvenida (no es que fueran muchos, es que luego merendamos tortilla de patatas, así que eso: nutrido comité). De pie: mis padres Iñaki y Arantza, yo mismo, la gran Marisa, Gari A. (más tarde llegó su Oihane) y Xabi. En cuclillas: Gari I. (más tarde llegó su Laura), Josema, Francis y Ione. Fotógrafa: mi hermana Eli. En el centro, oculta en su timidez: la vespa.


Así de bien acabó Vespaña. Y aunque dentro de un tiempo quizá retome la vespa para hacer otra escapada por La Rioja y Soria (y ya puestos, a Nairobi o Samarcanda), con esto echo el cierre al viaje y al blog.

Ahora me toca ponerme a escribir (a completar las historietas que se han asomado al blog y a escribir muchas otras que esperan en los cuadernos, a ver si van saliendo reportajes y croniquillas publicables, a ver si va cuajando un librote). Y también me toca filtrar una tonelada de fotos para preparar proyecciones (públicas, de asistencia voluntaria, en casas de cultura y sitios así: porque es fácil perder amigos con una proyección entusiasta de fotos en el salón de casa. La resistencia humana ronda las 160 diapositivas. A partir de ahí va creciendo el rencor).

Cada vez que bajo a la calle veo la vespa. A veces la uso para ir a algún sitio cercano (hoy a Pasai Donibane: había sardinada popular). En esas ocasiones, cuando salgo con la vespa a la carretera, me dan muchas ganas de saltarme el cruce que corresponde y seguir y seguir y seguir. En gran parte, la culpa es vuestra. Muchas gracias.

25 julio 2006

Belchite (4): sefiní

Pepe, acompañado por su mujer y su hijo, camina muy despacio hacia las ruinas de la iglesia de San Agustín. Es un hombre muy delgado -lleva las manos metidas por dentro del cinturón para sostener los pantalones- y su rostro es un mapa de arrugas. Ha venido desde Ávila hasta Belchite para conocer el lugar en el que una bomba mató a su mejor amigo. Tiene huesos de 86 años pero, cuando desata recuerdos, en el rostro le asoma aquel chaval de 16 años atrapado en una guerra.

-Mi amigo se llamaba Cayetano Sotillos y era portero del Deportivo Abulense, un chico muy conocido, muy apreciado. Cuando en Ávila se enteraron de que lo habían matado, fue una tragedia. Era alférez provisional, el jefe de un grupo de nacionales que se había refugiado en esta iglesia cuando los rojos la bombardearon. Tenía mi edad, 17 años. También murió otro amigo de Ávila, Cecilio González.

Pepe calla un minuto. Mira la iglesia pero no entra en ella. Luego se gira y sigue paseando por los escombros de Belchite. Su hijo se adelanta para visitar las otras iglesias, los ruinas de los monumentos, pero él prefiere descansar, de pie, a la sombra de unas higueras.

-Es que tengo 86 años.

Pepe, su mujer y su hijo han venido desde Ávila hasta Zaragoza, donde se hospedan. Hoy se han acercado a Belchite. Entre una cosa y otra, varios días, muchas horas de viaje. Pero la visita de Pepe sólo necesitaba un minuto. Ahora prefiere quedarse bajo la higuera.

Él no estuvo en la batalla de Belchite. Pero le tocó pegar muchos tiros, desde los 16 años hasta los 18.

-Os diré una cosa. Soy el único español vivo que ha hecho entera la batalla del Ebro. Yo estaba en la única unidad que luchó del primer día al último de esa batalla, del 26 de julio al 12 de noviembre. Mis compañeros de unidad ya han muerto. Bueno, casi todos murieron en esos tres meses y medio. Yo también era alférez provisional, como Cayetano, y fui el único oficial que no cayó herido.

-Claro -dice su mujer-, eras tan flaco que las balas no te acertaban.

Pepe sonríe.

-Había un compañero, Peña, que venía corriendo hacia mí. Y de pronto una ráfaga de ametralladora le reventó la cabeza.

Se queda en silencio. Le brillan los ojos. Se gira para hablarnos:

-Tenéis que respetar siempre a los demás.

(Foto: pintada en la puerta de la iglesia de San Martín. “Pueblo viejo de Belchite / ya no te rondan zagales / ya no se oirán las jotas / que cantaban nuestros padres”. Firmado por N.B.)

(Fe de herratas: en los textos anteriores llamé iglesia de San Martín a la iglesia de San Agustín. No es que haya recibido una avalancha de quejas, pero vamos, a cada santo lo suyo).

21 julio 2006

Belchite (3): La lección de los escombros

Al pueblo viejo de Belchite se entraba por el Arco de la Villa, una hermosa puerta barroca-mudéjar de hace tres siglos. Era un portal defensivo, con hechuras de torre, y a la vez una capilla, mezcla común en muchos pueblos aragoneses. Ahora, para evitar accidentes por desprendimientos, este paso está tapiado con un muro de bloques de hormigón de metro y medio de alto. En el muro alguien escribió con tiza esta queja: “Con los bloques se construyen granjas, no se tapian monumentos. Un respeto al arte y a nuestro patrimonio”. En el interior del arco se levantan unos andamios. En el viejo Belchite hay unos cuantos apuntalamientos para que no se derrumben los edificios más valiosos -las casas siguen cayendo poco a poco- pero no existe ningún plan de conservación de las ruinas. Cualquier obra resulta carísima. Y da la impresión de que nadie sabe muy bien qué hacer con los restos de Belchite.

Un detalle muy llamativo: en ningún sitio -ni en el Belchite viejo ni en el nuevo- encontramos información sobre la batalla que arrasó el pueblo y costó la vida a seis mil personas. El folleto institucional que describe el pueblo viejo (17 párrafos) sólo hace esta mención: “Las guerras han mutilado formas y han creado un paisaje expresionista”. En un panel colocado en el pueblo nuevo, con abundante texto sobre Belchite, su historia y su entorno, sólo se encuentran estas dos frases: “La Batalla de Belchite durante la Guerra Civil, que hizo desaparecer el poblado viejo, marcó un antes y un después en el municipio”. “Una visita a Belchite no sería completa sin un paseo por el pueblo viejo, que rezuma aires de pasado por cualquiera de sus calles y por los restos de sus edificios”. El desastre se describe como un fenómeno atmosférico: llegó la guerra y el pueblo desapareció.

Preguntamos en una librería del pueblo si tenían algún libro que hablara de Belchite, alguna guía, algo que explicara la batalla. Nada. También preguntamos en el ayuntamiento: sólo los folletos que ya teníamos, en los que apenas se dice nada sobre la cuestión. Según nos contó un funcionario, alguna vez se publicó un libro pero se agotó y no se reeditó.

Parece, pues, que en Belchite la herida no ha cicatrizado. No se puede tocar porque aún duele. Quizá porque este pueblo dejó de ser sólo un escenario de la tragedia, como tantos otros en España, y tuvo que cargar con el peso asfixiante de ser un símbolo. Franco decidió preservar las ruinas para mostrar que, junto al pueblo arrasado por la barbarie roja, su régimen levantaba un pueblo nuevo. Lo construyeron mil presos políticos, que vivían recluidos en un campo de concentración, hambrientos, enfermos, helados en invierno y abrasados en verano. Muchas familias de aquellos esclavos llegaron a Belchite y se instalaron durante años en unos pabellones insalubres que los vecinos bautizaron como “Rusia”. A los presos también les hicieron levantar una cruz laureada de hierro, de cinco o seis metros de alto, en memoria de los caídos, que aún se alza entre los escombros del pueblo viejo. La cruz está formada por remaches, y dicen que cada uno de los presos tuvo que colocar uno.




Al pie de esta cruz se organizan en fechas señaladas reuniones de ultraderechistas, de franquistas nostálgicos. En los muros de los alrededores hay pintadas de anarquistas. Incluso de independentistas aragoneses. Se cruzan insultos y amenazas. Todos quieren apropiarse de Belchite, todos quieren imponer su versión de estos escombros. Gritan proclamas en un lugar en el que todos deberíamos guardar silencio: bajo estos cascotes hay decenas de miles de huesos humanos. Los vecinos excavaron refugios en el subsuelo de estas calles, conectaron las bodegas de unas casas con las de otras, para poder escapar de los derrumbes. Durante los bombardeos, se metían en los refugios. Cientos de ellos quedaron sepultados para siempre. Y en el trujal, muy cercano a la cruz laureada, enterraron a 700 muertos.

Los paneles y los folletos no explican lo que pasó. Los vecinos, al menos algunos, sí tienen ganas de hablar. Casi siempre hay alguien paseando entre las ruinas. Cuando los viejos de Belchite pasean entre los escombros, los muertos se les pasean por la memoria. Y hablan de esos muertos. Y de los bombazos. Y de los fusilamientos. Pero no quieren decir nada “de política”, no quieren ni oír hablar de bandos.

Son estos viejos quienes mejor comprenden la lección de los escombros. Llevan casi setenta años viéndolos. Setenta años reviviendo la batalla de los seis mil muertos -seis mil muertos- cada vez que miran hacia el este.

(Un apunte: en los escenarios de las masacres más recientes, como las Torres Gemelas o la estación de Atocha, se borraron todas las huellas del horror, se retiraron los carteles, las flores y las velas porque el recuerdo constante de la tragedia resultaba insoportable. En Australia demolieron un bar en el que un asesino en serie había matado a tiros a un montón de gente. Levantamos monumentos abstractos o parques para no olvidar a los muertos, pero no aguantamos los detalles demasiado concretos y evocadores. De ninguna manera aceptaríamos vivir toda la vida junto a las ruinas de un pueblo machacado. Supongo que ya no tenemos esa capacidad de nuestros abuelos de convivir con la tragedia, de asimilarla. Quizá es que a ellos no les quedaba otro remedio. Tampoco será malo no padecer tragedias a las que tener que acostumbrarse).

Esos viejos saben cuál es la lección más importante de estas ruinas.

-Cómo nos matábamos los españoles, Dios mío, con qué saña nos matábamos. Nunca hemos aprendido. Que si las guerras carlistas, que si las sublevaciones del 32, del 34, del 36. Ayer el Parlamento Europeo condenó a Franco, qué tontería. Qué cojones condenar a Franco, si se murió hace treinta años. Que era un canalla, pues claro, a ver si Julio César era un santo, o Napoleón un sabio de Grecia. Ya no es eso. Eso de los rojos y los nacionales ya se tenía que haber acabado. No hay que seguir con eso. Hay que enseñar la historia, por supuesto, y decir todo lo que pasó, bien claro: éstos fusilaron aquí a mil, y éstos aquí a mil doscientos. Que se sepa, que se cuente todo. Pero eso se tiene que decir para que vosotros los jóvenes sepáis qué tragedia fue aquello, no para decir que unos estaban bien fusilados y los otros no. La guerra es el mayor desastre, es que no os lo podéis imaginar: mirad, el general Villalba estaba en el ejército republicano y sus dos hijos en el bando nacional. Eso es la guerra: dos hijos luchando contra su padre. Eso es lo que no puede ser. A mí me tocó pegar tiros con 16 años. Eso no puede ser. No empecéis de nuevo con los rojos y los nacionales. S tenía que haber acabado hace mucho. Lo que tenéis que hacer es saber lo que pasó pero construir algo nuevo, acabar con todo eso de los rojos y los nacionales.

Esto nos contó Pepe, un abulense de 86 años, que fue a Belchite con su mujer y su hijo para visitar las ruinas de la iglesia de San Martín (las fotos de ayer). Allí murió su amigo íntimo Cayetano, portero del Deportivo Abulense y alférez de los nacionales durante el sitio de Belchite. Acompañamos a Pepe en su paseo lento y repleto de silencios. Cuando hablaba de los meses que pasó en la batalla del Ebro la mirada se le quedaba perdida y acuosa, y en el rostro le asomaba aquel chaval de 16 o 17 años atrapado en una guerra.

(Chubí continued)

19 julio 2006

Belchite (2): algunas fotos

Aquí van tres fotos de Belchite que no pude colgar ayer. Son las ruinas del pueblo y de la iglesia de San Martín (incluida una foto del proyectil aún incrustado en la torre), donde nos encontramos con Emilio, el que llevaba el nombre por el primer muerto de Belchite, que iba a recoger higos.

En los próximos días seguiré el paseo entre los escombros con el propio Emilio y con el abulense Pepe, de 86 años, el único español vivo que hizo la batalla del Ebro completa, y que estaba en Belchite para visitar la iglesia donde una bomba mató a su mejor amigo.



18 julio 2006

Belchite, horror petrificado (1)

Por el sur de la provincia de Zaragoza se extiende una inmensa llanura parda. A ratos este yermo lunar se ve tan ralo y tan pálido como si alguien hubiera desollado la tierra y ahora se estuviera recubriendo con un pellejo cicatrizante. En realidad esto es una estepa, de las más puras y valiosas de España; la visión del paisaje doliente está dictada por la imaginación: porque sabemos que circulamos por el escenario de una masacre.

Avanzamos hacia el oeste. En la ladera suave de una loma, bañada en la luz espesa del atardecer, se alza de pronto una torre de ladrillo en ruinas: la torre mudéjar de la antigua iglesia de San Martín, roída como una zanahoria, agujereada, traspasada por los rayos solares. Un faro del desastre. Y a sus pies, todo un barrio de casas medio derruidas, un campo de escombros. Es el pueblo viejo de Belchite, horror solidificado, reventón de cascotes, herida que sangra piedra.

Bajo los muñones de barro seco yacen cientos de esqueletos humanos. La imaginación se desboca durante el paseo y oye el silbido de los aviones, el estruendo de las bombas, el tableteo de las ametralladoras, las carreras de los niños, los aullidos de dolor. Los muros, con desconchones y el color disuelto y escurrido, parecen llorar. Los boquetes de las fachadas y las torres se abren como muecas de terror.
Belchite era un pueblo viejo, hogar de cristianos, judíos y musulmanes. Y un pueblo hermoso, que parecía brotar de la misma tierra porque con esa misma tierra se cocían los ladrillos, con la misma materia estaban hechos los muros y el paisaje, con los mismos tonos ocres y la misma sobriedad. También se levantaban arcadas, capillas, palacios renacentistas, templos y una airosa silueta de torres mudéjares. Belchite era una joya arquitectónica que emergía de las entrañas de la estepa. Hasta que la bombardearon, la acribillaron, la reventaron, la derrumbaron, la trituraron y la rindieron a esa tierra de la que había nacido.

Del 24 de agosto al 6 de septiembre de 1937, el horror se abatió sobre Belchite. Fue una de las peores masacres de la Guerra Civil española: 6.000 muertos en quince días.

El Ejército republicano quería conquistar Zaragoza para, de paso, aliviar el frente norte, en el que los nacionales, que ya dominaban el País Vasco, avanzaban como una apisonadora hacia Cantabria y Asturias. Pero los republicanos se toparon con una piedra en el camino: Belchite, de casi cuatro mil habitantes, muy bien fortificado, donde se defendían dos mil soldados al mando del teniente coronel San Martín. Durante doce días los republicanos bombardearon y asediaron el pueblo. Dentro de Belchite, en los muros de La Sociedad (el edificio donde se reunían los obreros militantes), los nacionales fusilaron a cientos de vecinos rojos o sospechosos de serlo. El contraataque franquista sólo derribó algunos aviones y no pudo socorrer a los sitiados. Y ya en los primeros días de septiembre las tropas republicanas se colaron en el pueblo.

La batalla se libró calle por calle, esquina por esquina, casa por casa. Una carnicería: los soldados y los vecinos caían por docenas, reventados por las bombas o acribillados por las balas. El 5 de septiembre, los nacionales, acorralados ya en unas pocas manzanas, recibieron la autorización para abandonar el pueblo. Al día siguiente intentaron escaparse pero sólo 300 hombres rompieron el cerco republicano. Y de esos 300, sólo 80 lograron llegar a Zaragoza. A los demás los mataron en las lomas y las llanuras del Campo de Belchite, mientras huían.

Ese mismo 6 de septiembre los republicanos ocuparon definitivamente el pueblo. Pero al final no fue una conquista muy valiosa: la gran ofensiva aragonesa se había estancado en Belchite durante casi dos semanas, habían perdido muchísimas vidas y sólo conquistaron un puñado de posiciones menores, a 25 kilómetros de Zaragoza. El frente aragonés se estancó. En el norte, las tropas nacionales tomaron Cantabria y siguieron imparables hacia Asturias. A los republicanos les quedaban ya muy pocas bazas en la guerra.

Belchite volvió a manos franquistas unos meses más tarde, en marzo de 1938. Y los vencedores decidieron mantener el pueblo en ruinas, lo convirtieron en un icono, pueblo mártir, pueblo arrasado por la barbarie enemiga. “Belchite fue bastión que aguantó la furia rojo-comunista”, proclamó Franco en 1954, al inaugurar el nuevo pueblo que se construyó junto a los escombros del antiguo. “En los frentes de batalla y en las guerras a unos les corresponde ser yunque y a otros maza. Belchite fue yunque, fue el reducto que había de aguantar mientras se desarrollaban las operaciones del norte. Belchite tenía que poner el pecho de sus hijos para que fuese posible la victoria. Y de aquella sangre derramada, de aquel esfuerzo heroico de hombres, mujeres y niños, de ahí nació nuestra victoria”.

Contemplamos las ruinas de la iglesia de San Agustín. Aún tiene una bomba incrustada en la torre. Los arcos de la nave central son costillas que ya sólo sostienen el aire. En la explanada aparece un hombre mayor, con gorra de béisbol y gafas de sol, camiseta sin mangas, pantalón corto y sandalias.

-En esta iglesia comulgué yo. Y aquella pared -señala un muro derruido, al otro lado de la explanada- era mi casa. En aquella esquina cayó una bomba y mató a todas las caballerías. Ahí había otra casa, y ahí dos más -va nombrando y señalando, y donde sólo hay cascotes su memoria va levantando tres dimensiones.

-Yo me llamo Emilio por el primero que murió en Belchite. Mi tío Emilio, que tenía 22 años. Aquí mismo murió.

Emilio viene a recoger los higos que los estorninos aún no han picoteado, en las higueras que crecen entre los escombros.

(Chubí continued)

13 julio 2006

Por el fondo del mar



Como en los casos de las Alpujarras o el delta del Ebro, sigo destripando territorios misteriosos de la infancia: ahora tocan Los Monegros. Es la comarca árida que siempre veíamos de refilón, en un costado de la autopista, cuando viajábamos de vacaciones al Mediterráneo. Y pronunciábamos la locución completa, “el desierto de Los Monegros”, con solemnidad. Porque era el primer y único desierto que veíamos con nuestros ojos y eso daba impresión.

También resultaba un poco decepcionante, porque desde el coche sólo distinguíamos una breve sucesión de colinas terrosas. Nada de dunas de arena ni tuaregs a camello. Pero yo veía en el mapa que detrás de esas colinas, allá dentro, había carreteras y pueblos -Alcubierre, Monegrillo, Sariñena- y me picaba la curiosidad.

Así que tenía un empeño especial por atravesar los Monegros -sólo el nombre ya es áspero- de norte a sur con la vespa, para conocer por fin qué había allí dentro.

En el norte, en las llanuras cercanas a Huesca y Barbastro, en medio de lomas áridas y secarrales se extienden sorprendentes campos verdes: una red de canales y una legión de aspersores permiten cultivar muchas hectáreas de maíz. No estamos aún en Los Monegros, pero el paisaje se va resecando según bajamos hacia el sur.

Aparecen pueblillos como Torres de Alcanadre, de casas bajas y calles amplísimas, tostadas al sol del mediodía. La especie humana parece extinguida, no hay rastro. Tres cigüeñas se adormilan en el nido que han construido sobre un gran depósito de agua y una docena de golondrinas vuelan eléctricas dando vueltas y vueltas a la plaza del pueblo. Y ya.

La contraseña para que los vecinos resuciten son tres bocinazos: los de la furgoneta del pan. Varias señoras salen de los portales en bata de verano y arrastran los pies hasta el vendedor. Todas se saludan y nos saludan. Una se queda con nosotros de cháchara. Por la mañana ha dado un paseo, pero con este bochorno ya no se va a mover de casa en todo el día. Cuenta el mismo blues demográfico que he escuchado en los Ancares, en las Alpujarras, en el Maestrazgo o en los Pirineos: “En el pueblo ya sólo quedamos viejos. En mi juventud, casi todos se fueron a Zaragoza o a Barcelona, porque aquí no había nada que hacer. Labrar con las mulas y punto. Ahora, desde que trajeron el canal, al menos hay agua para campos de maíz y cebada. Pero el agua no llega para todos los que quieren plantar. Y como no llueve...”.

Peralta de Alcofea, Venta de Ballerías, Sariñena. Vamos entrando en el corazón esclerótico de Los Monegros. Del cielo cae un ardor blanquecino que todo lo difumina, un resplandor lechoso que ahoga el paisaje y disuelve los contornos. Por qué llamarán a esto Monegros, si de negro no tiene nada. El paisaje es blanco, tirando a ocre. Son tierras de sal y yeso, de minerales acumulados en el fondo de un viejo mar, donde sólo resisten arbustos esteparios y carrascas tozudas. Toda esta zona de la Depresión del Ebro, una gran fosa tectónica que atraviesa el centro de Aragón, estaba inundada hace millones de años por un mar encerrado entre los Pirineos, la Cordillera Ibérica y la Cordillera Litoral Catalana. Luego las sierras catalanas se abrieron y el mar desaguó hacia el actual Mediterráneo. El viejo lecho marítimo no sufrió más movimientos geológicos y quedó como lo que es hoy: una gran llanura de sedimentos minerales. Por aquí empezó a correr el río Ebro. Y quedaron algunas pequeñas cuencas endorreicas -es decir, cuencas cerradas, sin desagüe- que hoy en día están ocupadas por lagunas como la de Sariñena (una lámina de agua coloreada de verde por las algas) o que ya se secaron y aparecen como salares que sólo se inundan con lluvias esporádicas.

Más al sur se alzan algunas sierras cenicientas, devoradas por la erosión, en cuyos pliegues se cobijan bosquetes de pinos. Y luego más pueblos achicharrados, como Castejón de Monegros, al pie de un castillo especialmente rotundo que vigila la nada. En la entrada a Castejón hay un barrio de casitas blancas alineadas, todas con un pequeño jardín en la parte delantera, con césped, enredaderas, arbustos y arbolitos que dan sombra y frescor. Me recuerda a un kibbutz israelí, de esos en los que cultivan naranjas y tienen campo de fútbol de hierba en pleno Negev: orgullo vegetal en medio del desierto.

Pasamos por encima de la autopista y alcanzamos Bujaraloz -uno de mis topónimos favoritos-, un pueblo atravesado por infinitas caravanas de camiones que circulan por la carretera nacional. Cuando viajamos a Barcelona o al Mediterráneo, Bujaraloz parece una aldeúcha perdida en la nada. Esta vez, cuando llegamos desde la nada, Bujaraloz –varios barrios, iglesia, gasolinera, restaurantes de camioneros- nos parece una metrópoli.

Al sur de Bujaraloz se extiende la cara más terrible de los Monegros: 30 kilómetros de pedregal calcinado. La carretera, derretida y pegajosa, avanza en rectas interminables por una llanura de 360 grados. Es como ir en vespa por la Luna, pero con un calor que funde las pestañas y sin Houston que consuele. Son las cuatro de la tarde de un día de julio: un buen momento para conocer los Monegros en su plenitud desoladora. Nos bajamos para sacar alguna foto de los salares, caminamos por una tierra blandurria que se hunde bajo los pies, y al volver a montarnos en la moto pegamos un salto: después de dos minutos al sol, el asiento negro de la vespa arde como para freír un huevo –o los dos-. Lo rociamos con un poco de agua -el asiento- y marcha.

Más adelante se ven unos cuantos caserones en ruinas, algunos agrupados y otros desperdigados por el desierto. Parece un intento fracasado de colonizar Marte.



Y de pronto la llanura se termina en un escalón abrupto: docenas de metros más abajo se extiende otra planicie socarrada, en la que brilla una amplia cinta de plata que dibuja meandros. Es el Ebro, que fluye con una tristeza viscosa. A su vera hay algún embarcadero, una delgada franja de huertos y varios pueblos agotados por el calor -Cinco Olivas, Sástago, Escatrón-. Luego, por todas partes, el desierto. Para que parezca Egipto sólo faltan las pirámides -a cambio hay una megacentral eléctrica- y cocodrilos en el río.

Visitamos el monasterio cisterciense de Rueda -y no circense, como decía alguno que quizá pensaba en monjes saltimbanquis- y luego subimos con la moto a la meseta abrasada que delimita la vega del Ebro también por el sur. Una vez arriba, impresionados por la aridez y asomados sobre la hondonada del río, me da el punto solemne y anuncio:

-La Depresión del Ebro.

Y Francis remata:

-No me extraña.

12 julio 2006

Testarrudos



Y no es sólo el cartel. Por primera vez en la vida, en esta foto he visto algo que hasta ahora sólo había palpado: la prominencia que asoma en mi hueso occipital. ¡Es el cráneo vasco!

Podría ser un factor importante para explicar este viaje (el "a que no" como motor de la historia).




Pero luego he descubierto a otros pilotos de vespa que, si bien también parecen bastante cromañones y testarrudos, presentan (como veis) un occipucio absolutamente plano y convencional.




Esta hipótesis, pues, tiene algunas lagunas. Seguiré investigando.

(Gracias a eresfea por el hallazgo léxico: testarrudo)

11 julio 2006

Castejón de S.O.S. (2): el misterio de los herreros

En la gasolinera de Castejón de Sos, después de solucionar el primer apuro del día, descubrimos que el cajón de la moto estaba medio colgando. Tremendo susto. La parrilla que sostiene el cajón se había partido tras 10.000 kilómetros de soportar peso y traqueteos.




Ante esta clase de apuros hay dos opciones: 1) agobiarse mucho, correr de aquí para allá como si hubiera un incendio, pedir ayuda con apremios y súplicas, enfadarse con el compañero y dar patadas a las farolas; o 2) sentarse a desayunar café con tostadas. A mí me va más esta segunda opción. Entramos en un bar de Castejón, tomamos café con tostadas, leímos los diarios y pedimos consejo al camarero.

-Si seguís cinco kilómetros hacia Benasque, encontraréis una nave industrial. Allí hay dos hermanos herreros. A ver si os pueden ayudar, que suelen andar siempre con mucho trabajo.

Mientras el camarero hablaba, vi que uno de los obreros sentados junto a la barra sonreía y meneaba la cabeza. Le pregunté si creía que los herreros no nos iban a atender.

-Me juego lo que quieras a que no. Uno de los hermanos anda con un collarín y no puede trabajar. El otro está hasta arriba de curro. Y son bastante especiales.
-¿Especiales?
-Son muy buenos, unos artistas -dijo el camarero-, pero ya se sabe, estos medio genios siempre son un poco raros. Pero yo creo que os echará una mano.
-A que no -insistía el obrero pesimista-, juégate algo. Que esos tíos son muy especiales, ya lo veréis.

Arrancamos la moto, con el cajón medio colgando, temerosos de que el herrero nos rechazara. Y yo me acordé de la misteriosa fama que tienen los herreros en algunos sitios de África. En Yibuti todos los nómadas llevan una daga en la cintura, pero de su fabricación sólo se encargan los migdan, una casta de herreros somalíes a los que tradicionalmente se marginaba (y se temía). Eran los raros, los misteriosos. Alguna vez leí (creo que a Kapuscinski) que el motivo de ese temor reverencial, que se repite en unos cuantos pueblos africanos, es que los herreros dominan la materia, la transforman, y ese poder los convierte en una especie de brujos. Supongo que serían como los fontaneros de hoy en día: un gremio de seres superiores, a quienes acudimos suplicantes para que nos concedan un instante de su tiempo y ejerzan sus misteriosos poderes en nuestras casas, una casta a la que odiamos tanto como tememos.

Sin embargo, el herrero era un chaval muy majete. Cuando le conté el problema, me dio una respuesta de apariencia borde ("pues esto no es un taller de motos") que no encajaba con su media sonrisa. Se ve que al menos tenía que hacerse el remolón, así era el rito. Le hice la pelota descaradamente:

-En Castejón me han dicho dos cosas: que siempre andáis con mucho trabajo y que sois muy buenos.

El herrero se rió:

-Pues te han dicho bien.

Su única condición fue que debíamos desmontar la parrilla nosotros, porque él tenía mucho trabajo y, evidentemente, no iba a ponerse a soldar la parrilla junto al depósito de gasolina de la moto.

Desatornillamos la parrilla, el tío la soldó en un pispás y la volvimos a montar. Nos dijo lo que ya sabíamos: que llevábamos demasiado peso (es el problema de viajar dos y cargar todo el equipaje atrás) y que la parrilla se volvería a partir. Pero para cuatro días que nos quedaba de viaje no habría problema, en su opininón.

-¿Qué te debemos?

Parecía que le daba apuro cobrarnos por esa chapucilla. Y nos contestó entre dientes.

-Bah, dame cinco euros.

Le dimos diez y salimos con la vespa, felices y contentos.



Ese día recorrimos 160 kilómetros por unos valles perdidos de la comarca del Sobrarbe (Huesca). Y al final de la etapa, cuando ya buscábamos un lugar entre trigales para poner la tienda de campaña, noté que la vespa culeaba mucho en las curvas. Paré, pensando que la rueda trasera estaría deshinchada. Y antes de que pudiera bajarme, el cajón se inclinó unos cuantos grados y se quedó medio colgando de la moto: la parrilla se había partido otra vez.

La desatornillamos, aparcamos la moto -y el cajón- en el trigal, pusimos la tienda y nos quedamos a dormir.

Al día siguiente salí a buscar ayuda con la vespa y en una granja de vacas encontré a Ángel (de la guarda), un hombre amabilísimo que se acercó con su furgoneta hasta el trigal, cargó el cajón y se lo llevó a su almacén. Allí lo dejamos, visto que la parrilla ya no tenía remedio. Sin el cajón ya no podíamos llevar ni la tienda, ni los sacos, ni el hornillo ni casi nada, y estuvimos a punto de suspender el final del viaje y regresar directos de Huesca a San Sebastián. Pero decidimos meter un poco de ropa en una mochila y tirar un par de días más, hacia los Monegros y Belchite, para no quedarnos con las ganas. Francis se puso la matrícula de la moto en la parte trasera de la mochila, y road and blanket.

El pueblo más cercano al trigal en el que definitivamente se partió la parrilla se llamaba Bespén. Pudo haber sido Vespend, pero no. Todavía quedan un par de etapas que os contaré en el blog.



Y todavía tengo que ir un día de estos a Huesca con mi furgoneta, a la granja de vacas de Ángel, a recuperar el cajón y los trastos que allí dejamos.

10 julio 2006

Castejón de S.O.S. (1): dame gasolina



Prometí contaros por qué no conviene apoyar una vespa en un pino. La cuestión no es que sea pino, eucalipto, roble, cactus o bonsái: el problema es el ángulo en que queda la moto.

Tras despegarnos del hombre más pelma del Pirineo, recorrimos una de las etapas más bonitas de Vespaña, 250 kilómetros al pie de la cordillera: los valles amplios de la Cerdanya y de Urgell, la subida sinuosa por el Col del Cantó, los pueblecitos de piedra y pizarra en los que se repite la misma historia de despoblación que en casi todas las zonas rurales de España (la gente emigró a las ciudades hace cuarenta años y hoy sólo quedan cuatro viejos que permanecieron en la aldea o que han vuelto tras la jubilación, viejos amables que escuchan con un deje escéptico y resignado la admiración un poco lela de los turistas que alabamos la belleza del lugar y esto y lo otro), el valle encajonado y las aguas bravas del Noguera Pallaresa, la subida al col de la Bonaigua (la ascensión más espectacular de todo el viaje, entre bosques, cascadas, rasos y cumbres que rozan los 3.000 metros, un paraje que deja la mandíbula colgando), el descenso por el extravagante valle de Arán, la travesía heladora del túnel de Vielha.

Al final de esta etapa entramos en la provincia de Huesca y plantamos la tienda de campaña en un pinar del Collado de Fadas (1.470 metros). Como no encontramos una superficie plana como para aparcar la moto sin miedo a que se cayera, decidimos apoyarla contra un pino, levemente inclinada.



Levemente, eso pensaba yo. Pero resulta que estaba suficientemente inclinada como para que, durante la noche, el litro y pico de gasolina que debía de quedar en el depósito se fuera desbordando (aún no sé por dónde se escapa esa gasolina, pero ya sabía que existía ese riesgo: cada vez que se me ha caído la moto luego me costaba bastante arrancarla, porque la gasolina se mueve de aquí p'allá. Ya me lo explicará algún experto). Total, que por la mañana en el depósito quedaban tres gotas de combustible y estábamos quietoparados en un pinar de una sierra prepirenaica. Pero con una gran suerte: desde el Collado de Fadas sólo teníamos que bajar diez kilómetros hasta el pueblo más cercano, Castejón de Sos, y como todo era cuesta abajo no nos hizo falta ni arrancar la moto.

Con la vespa reseca, en la gasolinera de Castejón batí el récord de litros repostados: 7,18. Nunca había pasado de 6,80. Y cuando volví a la moto después de pagar, vi en la silueta de la vespa una anomalía que nos dio un susto gordo y que hizo que Castejón de Sos haya pasado a la historia de Vespaña como Castejón de S.O.S.

(Chubí continued)

07 julio 2006

Chaparrón fuera y chaparrón dentro



El último comentario véspico lo escribí en Olot, mientras esperábamos a que escampase una tormenta de verano. Pues bien, escampó, salimos a la carretera bajo unas nubes negras negrísimas nigérrimas y, como era de esperar, volvió a caernos un chaparrón furioso en Ripoll. El día no estaba para poner la tienda de campaña, así que reservamos por teléfono una habitación en un hostal de montaña, cerca de la estación de esquí de La Molina, allá en las alturas, 50 kilómetros más adelante. Nos tragamos unos buenos kilómetros temblando de frío bajo la lluvia -en esos casos no hay nada mejor que ponerse a cantar a gritos y reírse de la propia estampa, yuju, yuju- pero no sabíamos que el peor chaparrón iba a caernos bajo techo.

Éramos los únicos huéspedes en el hostal-refugio: dos moscas en la tela de araña del hombre más pelma del Pirineo. Este hombre, el dueño del hostal, era un tipo enrollado, partidario del trato informal y amistoso con los clientes, oye, ayudadme a traer los platos a la cocina, oye, que yo prefiero que traigáis el saco de dormir o me paguéis el uso de sábanas porque no voy a andar haciendo camas. Y todo eso habría sido estupendo si luego no nos hubiera cobrado la estancia a precio de hotelito o si no hubiera aprovechado la coyuntura para meternos una paliza de tres horas.

Empezamos a cenar a las nueve, los tres en la misma mesa. El hombre tomó la palabra y ya no la soltó hasta la medianoche. Primero nos contó, paso a paso, cómo negoció con los anteriores dueños para comprar el refugio. Luego desgranó todos los problemas y conflictos que había tenido con diversos empleados en los últimos diez años, con una indignación creciente. Tras un silencio engañoso llegó la fase más íntima, en la que nos precisó los detalles y las razones de su divorcio, los posteriores jaleos inmobiliarios, la buena relación con su hijo, el rebote por el que había conseguido una millonada al vender un piso, los chanchullos fiscales para redondear la jugada ("yo no soy un especulador, sólo lo he hecho esta vez porque el dinero me venía bien"), sus nuevas aventuras amorosas con una mujer que le quería hacer cambiar el color de los manteles porque daban malas energías. Luego nos explicó mes a mes las reformas que había hecho en el edificio.

Y entonces empezó lo peor: nos llevó al ordenador para enseñarnos las fotos de aquellas obras. Después de admirar durante un cuarto de hora cómo él y sus amigos derribaban tabiques, colocaban vigas y montaban suelos, estuve a punto de perder el conocimiento cuando dijo ¡ah, espera, que en esta carpeta están las fotos de cuando hicimos la instalación eléctrica! Y ya, lanzados en la vorágine, saltando de carpeta a carpeta, vimos las fotos de sus vacaciones en Eslovaquia, de las excursiones alpinas con su hijo, de sus descensos en kayak, de su vieja furgoneta. Luego entró en internet para enseñarnos una página en la que se puede ver en tiempo real el desarrollo de tormentas, ciclones y tifones en todo el planeta (en ese momento deseé que un buen huracán cayera sobre nosotros, pero no hubo suerte). Supimos que había tormentas gordas en México y Australia. Conocimos las temperaturas de las principales ciudades escandinavas.

En pleno delirio, el hombre nos habló del cambio climático, del tsunami indonesio y de Bush (no recuerdo bien la teoría, aquellos momentos están bastante brumosos en mi memoria, pero sé que las tres cosas estaban relacionadas y la culpa era de Bush). No me preguntéis cómo era la transición entre temas, pero recuerdo que de repente el hombre nos explicaba los motivos por los que el fax era una herramienta desfasada. Y al final, el bombazo de la noche, nos reveló que el calendario azteca prevé un cataclismo para el año 2012. Él tenía sus hipótesis: creía que ese cataclismo podría consistir en que los polos magnéticos de la Tierra cambiarían de lugar de repente. Entonces se alterarían las corrientes oceánicas en las costas de Labrador y, claro, Inglaterra se congelaría.

Al despedirnos por la mañana siguiente nos dijo que le había encantado conversar con nosotros. Francis y yo le deseamos suerte para que le llegaran clientes -y en voz baja: que sea una excursión de sordos.

06 julio 2006

Vueltaspaña cumplida



Le he dado la vuelta a España, con perdón. Después de 10.300 kilómetros en casi dos meses (con Francis a bordo en estas últimas ocho etapas), acabamos de asomarnos a la bahía de La Concha -por algo comparto genes con las kiskillas de Ondarreta-. Pero esto no significa que Vespaña haya terminado, o eso creo: me queda la espinita de recorrer Soria y La Rioja. Espero hacerlo más adelante, dentro de unas semanas o ya a finales de verano.

En realidad planeábamos llegar a Donosti el viernes o el sábado, pero hemos adelantado el regreso un par de días por una incidencia en la ruta, felizmente solucionada. La contaré con detalle en los próximos días, pero por ahora os dejo esta foto, que da las pistas para saber lo que ocurrió (si pincháis en la imagen, se ampliará).

Como el blog ha vuelto a perder mucho terreno (se quedó en Olot, hace 1.000 kilómetros), en los próximos días también iré contando las andanzas, los encuentros y las visitas de este tramo final. Tendremos tormentas en valles pirenaicos, una velada con el hombre más pelmazo de España, la inconveniencia de apoyar la vespa contra un pino, una indagación sobre el aura misteriosa de los herreros, un recorrido en vespa por el fondo de un mar muy antiguo y un tremendo paseo entre escombros con el único hombre que queda vivo entre los que hicieron entera la batalla del Ebro entre julio y noviembre de 1938. Ésta es mi oferta de contenidos para los próximos días, en los que se irá acabando el Mundial, el Tour a este paso lo ganará Florinda Chico y los demás eventos también se irán secando al sol.

01 julio 2006

¡Atrapados en el volcán!

Una expedición del equipo de Al filo de lo imposible pretendía atravesar Groenlandia a bordo de una especie de catamarán impulsado por una cometa. En aquellos días Marca sacó un titular gigante que decía: ¡Atrapados en Groenlandia! Uno esperaba el relato angustioso de una tragedia, la historia de unos expedicionarios atascados en el hielo, sorteando a quién comerse. Al final, el lector pasaba las páginas con ansia y descubría que, por culpa del mal tiempo, los expedicionarios aún no habían podido salir del hotel. Pues nosotros igual: estamos en la recepción de un hostal de Olot (Girona), esperando a que escampe, después de una jornada caminando por los volcanes -apagados pero no muertos- de esta zona.

Toda la gente del pueblo con la que hemos hablado a lo largo del día se quejaba de que llevaba un par de meses sin llover. Tremenda sequía. Mustias campiñas. Bosques acartonados. Esta tarde han llegado desde el Pirineo unos nubarrones que parecían rellenos de petróleo y ha reventado una tormenta muy teatral, bum barrabúm chispún. Pero la gente sigue quejándose. "Esta lluvia sólo sirve para molestar", dice el señor que atiende la recepción, "la tierra ni se cala y la gente se fastidia". Entran dos señoras catalano-andaluzas: "¡Qué cuatro gotas cochinas!".

Por la mañana hemos paseado con un biólogo llamado Jordi por el volcán de Montolivet, en pleno casco de Olot, desde el que se se abre una panorámica de la comarca volcánica de la Garrotxa. Jordi nos ha explicado la historia geológica del paisaje, un asunto muy interesante de erupciones, coladas de lava, ríos que se atascan y buscan nuevos caminos, 18 lagos que aparecen y desaparecen a lo largo de miles de años. Estos volcanes (unos 40) son los más jóvenes de la Península Ibérica y los que mejor se conservan. Uno de ellos, el Croscat, nació hace 11.500 años (un chaval, en términos geológicos). Y según Jordi, la zona está dormida pero no muerta, así que de aquí a dos o cuatro mil años habrá nuevas erupciones. Quizá para celebrar el primer triunfo de España en el Mundial.

POr la tarde hemos caminado por el Croscat, el volcán más vistoso porque está abierto como un queso: las extracciones mineras lo destriparon hasta hace unos 30 años, cuando la gente de la comarca protestó y se decidió proteger el volcán antes de que se lo comieran entero. Ahora es un espectáculo, un volcán abierto en canal, con todos los estratos y las capas negras, ocres o rojas que muestran su biografía (todas las erupciones que sufrió, más o menos violentas, expulsando materia más o menos triturada, basalto negro, hierro oxidado, carbonatos...). Como no podemos colgar fotos del volcán (este ordenador es de cuando la última erupción), el que quiera verlo deberá buscar Croscat en google. También lamentamos especialmente no poder colgar las fotos de los picotazos que sufrió Francis (estas no las veréis en google).

Ya parece que escampa. Francis lee a Rafael Azcona. A ver si salimos hacia Ripoll y Ribas de Fesser. El señor de la recepción bufa: "Buh, no ha llovido nada".