27 junio 2006
Recinto controlado
Francis se sube a Vespaña para el último tramo del viaje, a partir de mañana. Antes de arrancar he vuelto a pedirle que me corte el pelo (foto), porque ya han pasado un par de meses de aquella Peluquería Pavlov. El plan, como siempre, sólo es un trazo grueso: hacia Gerona, Costa Brava, volcanes de La Garrotxa, valle de Arán, Boí-Taull, Prepirineo oscense, Monegros, Belchite, Moncayo… ¿Soria, La Rioja, Álava y pa casa?
Como el blog ha estado un poco esclerótico estos últimos días, os cuento algunas curiosidades que he encontrado en el regreso a Tarragona.
La primera, leída en los periódicos: el pasado sábado cierto evento dejó en Cataluña un saldo de 325 heridos. Concretamente, 111 personas con quemaduras leves, 20 con quemaduras graves, 61 con lesiones o amputaciones traumáticas y 133 con daños oculares. No, no hubo ningún atentado de Al Qaeda en el metro: son los datos de los ingresos hospitalarios tras la verbena de San Juan. Y son datos rutinarios, una de esas “previsiones” que están marcadas en el calendario de los periodistas, la noticia estadística que se repite todos los años. El año pasado sólo hubo 212 heridos.
No me gustan nada, pero nada de nada, estas fiestas mediterráneas de petardazos, tracas y fuegos. El estruendo me pone de mala leche. Hace unos años estaba en Portbou con Josema y coincidimos con las fiestas de un barrio, a petardazo limpio toda la tarde. Cuando iban a encender una traca que recorría la calle principal, colgada a tres metros de altura, le dije a Josema que yo me iba, que me escondía. No me dio tiempo. Encendieron la traca, el fuego corrió por el aire hacia nosotros a mil por hora, una ola de chispazos pasó sobre nuestras cabezas y mi flamante camiseta quedó agujereada por unos cuantos quemotes. Lo peor fue el ataque de risa incontrolable que le dio a Josema -cuya ropa estaba intacta- cuando vio mi cara de macaco furioso.
Hablando de mala leche: llevo tres días desayunando con una marca de leche entre cuyas propiedades figura la de “ayudar al crecimiento de generaciones de catalanes”. A mí, por ahora, no me ha crecido ninguna. Tampoco noto que se me haya activado el gen de la atracción por la butifarra. Si noto alguna transformación, lo contaré.
Y mi historia favorita es la del éxito empresarial del gitano que vigilaba la urbanización donde está el apartamento de mis padres. La urbanización queda en tierra de nadie, en un descampado, a dos kilómetros de la costa y a dos kilómetros del pueblo más cercano. Sólo hay algunos apartamentos construidos, ni bares ni tiendas ni nada, y, alrededor, unas cuantas zonas en obras –más casas, calles, piscinas, todo en obras-. El año pasado Francis y yo llegamos a la urbanización después de un recorrido por Guadalajara, Cuenca y Teruel. Planeamos aparcar en la zona y dormir en la furgoneta con la que viajábamos, sin avisar a mis padres. Queríamos aparecer por sorpresa a la mañana siguiente. Pero entonces llegó un coche a toda pastilla, derrapó y se paró a nuestro lado. El conductor era un gitano orondo –orondo porque era gordo y porque llevaba oro colgando por todas partes- que nos preguntó quiénes éramos, adónde íbamos, qué hacíamos allí. Como nuestra historia era un poco extraña, nos invitó con mucha amabilidad a que sacáramos la furgoneta del recinto. A nosotros nos daba igual pasar la noche cien metros más allá o más acá. Y el gitano decía: “Comprendedme, es que yo me encargo de la seguridad. Estoy en contacto con la Guardia Municipal y con la Guardia Civil”. Lo de “estar en contacto” me pareció de una ambigüedad calculada y excelente, porque también podría decirse que El Vaquilla o El Lute estaban “en contacto” con la Guardia Civil. Al final dormimos cien metros más allá, fuera de su jurisdicción.
Parece ser que estos “vigilantes”, de abundantes contactos con el submundo de la costa mediterránea, cobran un dinerillo de las empresas constructoras para garantizar que nadie robará materiales ni estropeará las obras. En los siguientes días veíamos al gitano orondo con su roulot-cuartel general en una esquina de la urbanización, comandando, como buen Torrente, a una escuadrilla de adolescentes con los que mataba el tiempo organizando competiciones de videojuegos. Nos saludaba desde lejos, sonriente.
Ahora, al volver a Tarragona, descubro que nuestro Torrente ha prosperado: ya no está él en persona, quizá porque tiene que encargarse de la vigilancia de unas cuantas urbanizaciones, y en su lugar hay un chico sudamericano, quizá subcontratado, lánguido, aburrido, que pasa las horas sentado en una acera, vestido siempre con un chaleco reflectante a modo de uniforme y señal de autoridad. Y en la roulot del gitano hay un cartelón que dice (que advierte): “Recinto Controlado Vargas Cortés”.
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6 comentarios:
Grande el señor Vargas... con ese negocio de doble filo... ese ejército de jovenzuelos dispuestos a demostrar que es imprescindible la protección...
¡Que increíble! Tu los llamas "vigilantes", acá son "cuidacoches" en el caso de que custodien un auto aparcado; aunque no te aseguran que no te lo roben. Cuando se trata de construcciones los llamamos serenos. Quitando el nombre, ¿cuál es la diferencia entre primer mundo y "países en desarrollo"? ;)
Que acá ningún cuidacoches o sereno va a estar orondo, ni por lo gordo, ni por el oro.
Después del descanso, se te ve muy despejado, muy inspirado. Fantástico el Vargas.
Respecto a tu itinerario (si vale dar alguna idea), ni dudes pasar por la Rioja...
Pues yo te veo bastante favorecido en la foto, chavalote...
Orondo, ¡oso ondo!
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